27 de agosto de 2012

30 de enero de 2012

Premio


Por este artículo, me dieron el segundo premio del concurso de periodismo Rodolfo Walsh, del Círculo de Prensa de Córdoba, en 2000.

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Musuoe


   Un negro de contextura generosa te estrecha la mano pero, curiosamente, no sentís presión entre los dedos. Sentís, sí, que un conjunto inanimado de nudillos, piel, carne, venas, arrugas y uñas se posa en tu palma como un pulpo seco y blando y se escurre rápidamente, como si no quisiera dejar constancia de su paso por ese lugar. Esa mano que se retira ha apretado cientos, miles, millones de otras manos. Es una mano que milimetros antes de tocarte, ha pulverizado todas tus defensas y, en el momento del contacto, lo sabe todo de vos. Por qué oprimiste con esa intensidad. Por qué sonreíste de esa manera. Por qué miraste de ese modo. Qué pensaste cuando miraste. Por qué dejaste huir la tensión en el último instante.
   Para esa mano, la piel de tu mano es una total y absoluta redundancia.
   Pasemos, entonces, a la otra. Mientras la primera mano te desbarata y te analiza, la segunda descorre la portezuela de la camioneta a la que vas a subir. El movimiento es el mismo, uno solo, todo en una maniobra compuesta, como la que dibuja el torero que clava la banderilla en el lomo del animal, se quita el sombrero y lo eleva, remarcando su hombría, hacia el cielo. Porque la situación, aquí y ahora, es más o menos la misma: el guía que te saluda, te escruta y se deja escrutar (lo suficiente como para que sientas confianza), y el guía que, simultáneamente, te indica cuál es la combi a la que tenés que treparte. A partir de ese momento, te está diciendo con esa ambigua actitud de sumisión y control, ya no hay marcha atrás. Él será tu lacayo y a la vez, tu única posibilidad de visión. Tu servidor y tu preceptor. Irás adonde le ordenes, pero descubrirás lo que él te muestre. Así será tu viaje a Soweto. El viaje por el que pagaste veinte dólares con la esperanza de que te fueran devueltos uno a uno (o en una proporción favorable a tus intereses), convertidos en bienes sin materialidad ni tasación convenida: emoción, solidaridad, novedad...
   Y, si cabe dentro de la oferta, alguna que otra vianda.
   En eso estás. La combi atraviesa Johanesburgo con vos y cinco más a bordo. Cuatro turistas, el chofer y el preceptor. Mientras este último habla _de los edificios, de los nombres de las calles y de su historia_ el vehículo se desliza con un vértigo prácticamente uniforme por el caso céntrico, con una desfachatez locomotiva que te alarma y te hace sentir como si fueras hacia donde vas a las cuatro en vez de a las diez de la mañana. O peor aún: te hace sentir como te sentirías se se hubieran esfumado los semáforos. Los carteles indicadores. Las sendas peatonales.
   Y no hubiera nadie para esperarte ni sitio resguardado adonde regresar.
   Pero la ilusión dura instantes. Se va y vuelve. A intervalos más o menos regulares, la camioneta aminora la velocidad para esperar el cruce de los transeúntes. Todo se hace lento. Se interpone un colectivo. Se produce un fugaz embotellamiento. Un agente esboza una indicación con los brazos. E, inmediatamente después, la aguja oscila en el velocímetro y el coche retoma la marcha, presuroso, como persiguiendo un límite de tiempo dentro del cual verás sólo la superficie de las cosas. Los callejones y su doble fondo. Los perros que huelen la basura. La hilera de vendedores esparcidos en la vereda. El tipo que se agacha para liberar el papel apresado por la pata de un banco. Los que están ahí, mezclados entre los demás, sin llamar la atención, y no son ni barrenderos, ni comerciantes, ni basureros, ni mendigos, ni lustrabotas, ni operarios, ni vendedores de diarios.
   Los que están ahí dispersos, y te miran, te miran, y no dejan de mirarte.
   Así es la ciudad. Así pasa la ciudad. Da lo mismo abordarla por el este, por el oeste o por el norte, porque se calca a sí misma a la perfección en todos sus rincones. Para que nunca puedas descifrar el engranaje que la echa a andar y le da su fisonomía. Porque desea ser ella quien te reciba y no que seas vos el que llegue. Ella la que te muestre y no vos el que la descubra. Ella la que te tolere y no vos el que se adapte.
   Ella la que te deseche y no vos el que la abandone.
   Entonces llegás a Soweto. Al South Western Township. Al Municipio del Sud Oestre de la ciudad de Johanesburgo. Musuoe. Y comienza la visita guiada. Se acaba el recorrido de la camioneta. Se cierran los vidrios. Se abren las puertas. Te piden que esperes mientras el preceptor se aproxima a un grupo de muchachones que te vieron llegar por el espejo retrovisor de sus cuerpos. Y esperás mientras él habla en voz baja y ellos giran lentamente sus cuellos. Esperás hasta que uno se desprende y camina hacia vos siguiendo de cerca al preceptor. Esperás y escuchás que el preceptor lo presenta como Eric mientras, con inmensa sutileza, le deja devolver el rayo de desconfianza con que lo habías vulcanizado transformado en una sonrisa blanca, blanca como una rodaja de melón que te encandila y te restituye la calma y la confianza. El preceptor vuelve a hablar y explica que Eric asumirá como guía durante los próximos quince minutos. Que recorrerás junto a él el intestino de Mandela Village, entendiendo por Mandela Village el conjunto de viviendas desvencijadas, ajenas a las más elementales reglas de proporción, frente a las que te hallás parado en ese momento. Ajenas a la simetrías, pero idénticas a todas y cada una de las que viniste observando por la ventanilla durante la última media hora de viaje.
   Y así es como das tus primeros pasos por el suburbio más grande y más pobre de Soweto/Musuoe, el asentamiento más grande y más pobre del mundo entero. Así es como te ves avanzar por su laberinto de pasajes tristes y mugrientos, de callejas de barro maltratadas por la lluvia, que apenas si alcanzan para poner un mínimo de pudor entre tantas hileras de casas de chapa y trapo. Así es como comprendés, sobrepasado, que tus manos han dejado de pertenecerte. Que decenas de niños han aparecido después de un parpadeo y te las han tomado para caminar junto a vos como si fueran otros. Como si durante esos quince minutos fuesen ellos los turistas.
   Y así seguís. Reprimiendo el infame miedo a ser vos el que no pueda salir de allí. Seguís y a veces ves cuerdas de ropa tendida. Ves veredas desmoronadas que desembocan en las márgenes del caserío: terrenos yermos, polvorientos y ventosos, atravesados por otros senderos apisonados por el tránsito humano. Ves contenedores marítimos encallados en el llano, como meteoritos olvidados por el tiempo y convertidos en barracas comerciales por el hombre. Y escuchás. Escuchás los ruidos y las voces. Escuchás y lo mirás fugazmente a Eric, parado frente al grupo, enumerando las comodidades de Mandela Village como las enumeraría un agente inmobiliario de la miseria, con la misma sonrisa frutal dibujada en la cara. En Mandela Village, setenta mil personas, precisa Eric, y adelanta los brazos estirados con siete dedos hacia vos. En Mandela Village, noventa baños químicos para setenta mil personas, suma, resta, divide y multiplica Eric en su dialecto mitad inglés y mitad africaans. En Mandela Village, setenta mil personas, noventa baños y seis canillas de agua, te suelta Eric mostrándote seis palitos negros.
   Y no hace falta nada más. El mundo se detiene por una milésima de segundo. Esos seis palitos negros hacen que te mires aturdido tus propias manos y estires los tuyos para contar en el mismo idioma universal la cantidad de desocupados de tu país, de pobres de tu país, de muertos de tu país.
   La cantidad de kilómetros que has volado para llegar al punto de partida.